Colombia es un país de matices, de extremos. Un país donde puedes esperar lo
más sublime y lo más mísero, en cada uno de los aspectos de la vida. Marcados por
teorías de superación como “la malicia indígena”
y otras vivezas, nos hemos convertido en un país de malas replicas, de malas
copias patrocinadas por el pueblo. No existe ningún campo de la vida colombiana
en que estos casos no se den, y la literatura tampoco está exenta de esto.
A lo largo de la historia patria hemos visto como las corrientes
literarias, ya sean propias o importadas, han sido exprimidas de formas viles;
hasta convertirlas en mutantes, seres mórficos que se mantiene vivos por si
mismos a pesar de sus formas grotescas e ilegibles.
Tal vez sería demasiado crudo e inoportuno el considerar que la literatura
colombiana ha mitificado ciertos seres, pero así es. ¿Maestros? Si, genios también,
pero convertido en dioses por los mismos escritores, por los medios e incluso
por el ciudadano de a pie.
El porqué de esta idiosincrasia y la razón por la cual las grandes ideas de
la literatura colombiana se han vuelto en su contra, se puede referenciar
claramente en dos grandes escritores de este país: Gabriel García Márquez y Fernando Vallejo.
“Gabo” considero oportunamente
tal vez, el mayor escritor colombiano de la historia, es también el causante,
sin ninguna intención, de uno de los mayores daños que se le haya podido causar
a la lengua escrita en Colombia. Un estancamiento de más de 30 años, un
estancamiento que hoy por hoy aún se sigue presentando. Es ese el legado
maldito de “Cien años de soledad” un
legado, una forma de hablar, un paisaje literario en el que el escritor se ha
muerto.
Si, “Gabo” creo un universo en sus
letras. Macondo fue y será uno de los mundos imaginarios más reales que existen.
Pero a diferencia de la mayoría de países de Latinoamérica, Colombia ha
decidido quedarse en lo cómodo, en lo funcional, en el macondo que conocían. Y esto
es explicable en la vida diaria del colombiano, no es cuestión de un escritor o
de un grupo de intelectuales. Somos un país que no arriesga, un país reacio a
los cambios.
Y aunque pueden encontrarse un millar de motivos sobre esta cultura de lo fácil,
debemos centranos de los motivos netamente literarios que podrían generar dicho
estancamientos.
Primero, la ya nombrada mitificación; los escritores de nuestro país, se
han dejado ocultar bajo la sombra de un “Elegido” y bajo esta sombra han tomado
su legado de una manera repulsiva y lo han convertido en algo propio. Caso claro
de ello, es que muchas veces para intentar explicar algún estilo, momento de la
historia, o tan solo para contar una anécdota personal, su único recurso es
apelar una historia en la cual “Gabo” sea el inspirador, el actor o el creador.
Segundo, el Realismo mágico como base para relatar una historia que ya no
es la de los 70`s y el abuso de este género literario. Claro, es estúpido intentar
generalizar y decir que todo aquello que se ha creado desde la publicación de “Cien años de soledad” sea basado casi
en la línea con las formas de la novelas.
No se puede negar la influencia, seria ignorar la fuerza con la que la obra
llego a nuestra cultura. Tampoco el renegar de ella y promulgar que ha sido el peor mal de
nuestra historia, al contrario, dicha novela es nuestra obra máxima, es y deberá
ser la biblia del ser colombiano. Pero como todas las grandes obras, debe y deberá
existir un punto en que su influencia se limite para que no termine
determinando todo aquello que nazca después.
Somos un país que necesita héroes, que necesita alegrías, eso es imposible
de negar. Pero algún día tal vez debamos aprender que es necesario que nuestros
héroes solo inspiren hasta cierto punto, evitando así que muten en dioses,
evitando que su obra sea corrompida por la necesidad de un país de necesitados.
“Mi hijo menor le preguntó a una muchacha de su misma edad por qué habían
matado a John Lennon, y ella le contestó, como si tuviera ochenta años:
"Porque el mundo se está acabando".”[1]
El caso de Fernando Vallejo es bastante similar, pero también más oscuro y más
mórbido. Desde que se publicara “El
desbarrancadero” y “La Virgen de los
sicarios” el amarillismo colombiano ha descubierto su razón de ser (debe
aclararse que dichas novelas no son en ningún caso muestras de amarillismo
morboso, al contrario son una muestra más que digna de la realidad de su época)
pero el éxito de dichas novelas, de películas como “La Vendedora de rosas” y “María
llena eres de gracia” convirtió el horario prime de los canales
colombianos, en un “reflejo” comercial
de nuestra historia social.
Así pues, escritores ávidos de popularidad, recurren de nuevo a la forma fácil
del éxito. En la última década nos hemos llenado de novelas basadas en putas,
puteadas y balas. Y “La Virgen de los
sicarios” madre inconsciente de esta generación de narco escritores, que nació
a su vez como una muestra realidad, ha tenido que ver como sus hijas bastardas
se han convertido en odas a los sicarios, a los narcos, a los paras, y todos
nuestra fauna autóctona.
A cada novela, o intento de esto, le llega su reproducción televisiva en
pocos meses. No es difícil pensar quienes insistan a escritores y editoriales a
crear dichas obras, dada la mitificación del escritor colombiano, si está basada
en un libro, debe ser bueno.
Y mientras tanto, todos aquellos escritores que intentan de una manera y
otra, representar otros aspectos de la vida colombiana, que a pesar de no
contar con AK-47 y pases de “perico” son más dignos aun del impulso que puedes
darle el verse publicados, se ven aplastados por la horda de futuras
telenovelas.
No queda ya mucho por discutir. Somos esclavos de nuestros ídolos. No somos
dignos de los talentos que el caos nos ha regalado. Hemos convertido todo
aquello que nos han dado en seres raros, sucios y dignos de una portada en cualquier
periódico amarillista.
No solo es García Márquez, no solo es Vallejo. Jorge Isaac, y para todo
aquel escritor que haya visto sus personajes convertirse en la inspiración
facilista de los nuevos escritores de este país, de los cuales espero no
incluirme, mis más sentidas disculpas.
"No concibo otra forma de escribir que en primera persona. Es la única
real y sincera, porque ¡cómo va a saber un pobre hijo de vecino lo que están
pensando dos o tres o cuatro personajes! ¡No sabe uno lo que está pensando uno
mismo con esta turbulencia del cerebro va a saber lo que piensa el
prójimo!"[2]
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