Le vi recorriendo el campo con el
balón pegado a la pierna izquierda, una mirada agónica de miles esperaban que
el recorrido se acortara segundos, que el pitido se demorara una eternidad, que
la red retumbara con el coro de sus cantos, que las lágrimas rodaran solo al
celebrar. El villano de negro, siempre el de negro, 3 veces suena, silencio.
Los pasos retumbaban escalas
abajo, aún más profundo, los suspiros de resignación de 11 guerreros heridos
por el orgullo, con el sudor como sangre y con las heridas marcadas en el
uniforme, se escuchaban en toda la ciudad. Entre la gente, cada sensación se
convertía en opinión y la necesidad de encontrar respuesta a una esperanza que
siempre terminaba destruida se hacía propia de las calles.
Y aunque al final se olvida,
aunque al final siempre vuelven esas pisadas, ahora escaleras arriba, con la
mirada en alto y la esperanza renovada, dispuesta a luchar como cada domingo, a
darlo todo en cada grito; no se puede olvidar aquel pitido o aquel sonido de
golpear el travesaño. Los que bajan del inframundo a batallar de nuevo, como
los inmortales que aun siendo derrotados renacen una nueva vez en busca de
escuchar aquel grito de salvación. Ellos no pueden recordar, se preparan para
dar la vida en esos minutos que a veces parecen más cortos que un latido y a
veces más largos que la existencia misma.
Saltan, rezan, intentan mantener
la calma. Cuando salen de aquel infinito túnel, han entrado a un nuevo mundo, a
otra dimensión donde a vida tiene un propósito claro y todo es tan finito como
la energía y la entrega. Están frente a frente a sus rivales, dándoles la mano
a quienes tendrán el honor de enfrentar. Mirada al centro, respiración
contenida, a pesar de que sobre ellos están millares, ellos están solos,
destinados a continuar, a no desfallecer aun en las peores situaciones. Un
pitido, la lucha por sobrevivir, por ser, por satisfacer a los que suben los
escalones, empieza.
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