viernes, 28 de febrero de 2014

¿Un Duende? ¿Un duende verde? ¿Qué duende?...


He llegado a pensar muchas noches que no sé cómo escribo. A veces somos y soy tan solo un cifrado anual de revistas mal hechas, escribiendo un par de cosas que el público (Eso de “público” suena como si lo que escribiera alguien lo leyera) pide, para satisfacer necesidades que no generan ninguna repercusión en mí, y que tan solo llenan visitas en mi maltrecho blog. Pero cuando recapitulamos la realidad de nuestra obra, es tan difícil conocer el por qué y las consecuencias que esto crea. Es innecesariamente cruel. Es recordar alguna mala borrachera o un tango que sonó en una vieja calle de la gris Buenos Aires que yo conocí y ustedes no.
Cuando empecé a escribir era una de esas viejas veletas que se lanzaban a la mar buscando lo que el pudiera producir. Era un proceso inercico que solo se alimentaba de raras y absurdas disertaciones que tenía con una vieja french poodle. Pero supongo que era el mismo proceso de un Lavoe o de Murakami (Iluso). Encontrar los misterios que la creación propone es un ejercicio que va más allá de uno mismo, así pues, hablamos mejor de lo que escribimos cuando debemos explicar los problemas que suscita una pregunta en específico sobre un texto en específico, en este sentido es un ejemplo más que claro las “Cartas a un joven poeta” de Rilke o las correspondencias recopiladas de Chejov.
Y esto lleva a más y más preguntas ¿Qué escribo? ¿Por qué escribo? Y ¿Cómo escribo si ni siquiera sé que es lo que escribo o porque lo hago? Pero todo va más allá de pensamientos técnicos y académicos de lo que la obra escrita produce. Los procesos mentales que se desarrollan al escribir son tantos o más, comparados con otras expresiones liberadoras que se puedan experimentar. Llenar una pantalla de letras o un cuaderno de rayones, es para muchos el éxtasis máximo, es el “Back in black” de la revelación artística. Y el ser artista es otro universo de preguntas sin respuesta que amamos hacernos y que en realidad son tan solo las flagelaciones que aquel gigante blanco se daba en la versión que Hollywood produjera de “El código da vinci” protagonizada por Tom Hanks. Tan mala la película como Hanks y como el cuestionarnos a diario.
El escribir es un trabajo difícil que puede hacer cualquiera. Simplemente existen días en que solo unos pocos pueden encontrar la motivación suficiente, e incluso muchas veces no es motivación, es el coraje para no caer ante la fuerza que el no saber expresar lo que se desea produce. Es lanzarse al vacío sin paracaídas, esperando caer en Nassau pero terminando en Normandía. Somos los aventureros y los piratas del siglo XXI, los barbanegra de nuestra generación. Pequeños vaqueros que se abalanzan sobre el misterioso oeste sin saber por qué razón lo hacen. Recibidos casi siempre por flechas indias de poetas viejos y canosos, terminando casi siempre recostados en nuestro viejo caballo lamentándonos de haber leído a Coehlo o a Gracia Márquez.
Somos lo que somos, en la vida diaria o en la poética de nuestras obras. Somos parte de un universo de futbol, tetas, paracos y malos dibujos animados. Somos la influencia de todo, y más con el código binario de Facebook tatuado en lo profundo de nuestra sucia ingle. Y por eso mismo, aquellos que se logran enajenar de todo esto y que se vanaglorian por ser los poetas del ahora, no son sino un montón de hijos sin madre, o padre, o algún perro que les ladre. Hijos únicos del día a día, es absurdo el pensar que lo que vivimos cotidianamente no influencia nuestra conciencia y es la razón primera de lo que escribimos. No, tal vez a algunos no les inspire a crear sus versos de amor la pelota de pecas que rueda por las calles del coloso de la 63 (El campin por si quien lee esto no entiende la referencia) pero tal vez, aquel poeta francés, de padres argelinos que tanto lo inspiro a escribir dijo que la mejor muestra que había encontrado para explicar a la sociedad de su época, se encontraba en aquellos veintidós miserables corriendo como despavoridos por ese pedazo de caucho blancuzca o su caso “Cafecuzco”.
Es absurdo, tétrico, casi una estupidez y por ultimo repito ABSURDO, el intentar creer que es posible enajenarnos de la realidad. Somos como aquel Duende Verde que Stan Lee creo, o para ser más específicos, la interpretación que de este se llevó a cabo en cines en Spider-Man I, llenos de demonios que no son demonios según Garcia Lorca, pero que a través de los años ha mutado de un desgraciado duende dueño a sus anchas de inspiración, a un sucio demonio, verde como los viejos por morboso. Demonio por traedor de penurias, y aun así, verde como la absenta, adictivo como solo la verdadera revelación artística puede ser, dueña ella sola de los más ricos secretos y de las más grandes satisfacciones. Al final, terminamos muertos como Norman Osborn, con el alma vendida al diablo, pero con un segundo de verdadera felicidad, un segundo que puede sonar exagerado porque es tan solo un fragmento de segundo al que no logro encontrarle comparación, tal vez en la mano de dios, o en un beso de Marylin, o simplemente muertos ahogados por nuestro propio vomito color verde oliva. 

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