"Todos somos marionetas, solo que yo puedo ver los
hilos" Dr. Manhattan – Watchmen
Silencio, es un
silencio sepulcral. Es el callejón donde los Wayne murieron o es la reacción de
los brasileños al repetir aquel gol de Alcides
Ghiggia. A todos nos ha pasado, sea no sea bajo el efecto del licor de pimienta
traído de tierras mendocinas. Seamos poetas, narradores, cronistas o tan solo
pequeños intentando hacer un resumen de X cantidad de palabras sobre Martin
Fierro. Y como el crio es escolar, que no sabe nada de la pampa más allá de que
sabor tiene el chimichurri, así nos
encontramos todos, perdidos, entregados inequívocamente a la prueba y al error,
este último como aquel Brasil del 50, nos perseguirá por siempre.
Lo irónico, es que
al silencio lo precede la confusión. Si, un chibcha perdido en Brooklyn, o un gringo perdido en San Victorino. El silencio
precede el caos y cuando caes en cuenta de esta cruel combinación, no existe
Biblia o Tora que te salve, caerás, caerás inevitablemente por las escaleras
que al igual que las escaleras que bajan del cerro de Monserrate, son solo el
principio de un viaje aún más caótico que el de la caída. Empieza el viaje de
poder escribir de nuevo.
Existe un viejo cuento de barriada argentina, en que un defensa
grande, tosco y fortacho, que jamás había osado salir del cuarto de cancha
donde era dueño y señor, o peor el abandonar la marca de aquel punterito
habilidoso y escurridizo al que el “profe” le había encargado marcar. Un día,
sin razón alguna, sin más motivación que la de los gritos de los tres pobres
diablos que lo apoyaban desde una tribuna de madera, se hizo con el balón y cabalgo los 90 o 100 metros de
aquella cancha de potrero. Antes de llegar a la bomba contraria y después de
una, dos y tres amagues a los estupefactos jugadores contrarios, hizo el pase a
un aún más confundido compañero suyo, y este, mirando como aquel torpe y grande
defensa se abalanzaba sobre el área contraria, en uno de esos momentos que solo
aquellos quienes se han encintado alguna vez los guayos y han pateado una
numero 5 entienden, comprendió lo que su colega quería hacer y cerró los ojos
intentando por un momento no atender a los gritos del técnico que les
preguntaba que estupideces hacían. Se perfilo, miro al defensa que ya llegaba
al punto penal y centro. La pelota hizo una parábola en el aire, parecía predestinada
a recibir el cabezazo del defensor que solo llegaba a las 5 con 50, con todos
los 21 jugadores restantes aguantando el aire, casi esperando a gritar el gol
con él, compañeros y rivales. Cuando la pelta cayo y la red se destemplo, el
silencio fue tan grande como los gritos. La tribuna se volvió loca y en el
banco hasta al técnico se le pudo ver una lágrima de la emoción. Aquel viejo defensor,
miro al cielo y luego a paso lento volvió a su puesto, ya había hecho algo de historia.
Los escritores, y
en especial aquellos de nosotros a los que la vida no nos apremió con grandes
talentos artísticos más allá de la necesidad imperiosa de escribir cuando así
el alma no lo ínsita, tenemos por temor él siempre la necesidad de una supuesta
catarsis para llegar a lo más alto de nuestro nivel respecto a lo que la producción
literaria manda, aun mas cuando los recursos económicos dependen de dicha producción.
Esta necesidad de desarrollar una constante disciplina para poder crear casi a
diario, o al menos a un ritmo superior a lo que naturalmente se realizaría es
una de las labores más arduas a la que cualquiera que necesita y debe escribir se
enfrenta.
Y si, existen
quienes por esfuerzo, tenacidad y fiereza logran escribir a diario y casi que
de forma totalmente natural cada vez que deciden escribir algo, las letras
fluyen libremente, como sin el lugar común de los ríos de tinta, les inundara
el espíritu cada vez que ellos quisieran. Pero y como todo en la vida, existen
aquellos a los que el temor de enfrentarse por deber o por simple antojo (sin demanda
espiritual, por llamarlo de alguna manera) les domina y se enfrenta a lo que se
ha llamado en algunos entornos como “El síndrome de la página en blanco”
Muchas veces cuando
algunos escritores, y bueno, no solo escritores; todos aquellos a los que intervienen
de una u otra manera en el arte de escribir, sea o no artísticamente, se
enfrentan al reto de comenzar un texto sin importar la función que acometa a
este, y simplemente se detienen frente a la computadora o frente al papel y la
mente al igual que este, toma ese color pálido, el color blanco de la nada. Y no
soy yo el único que cree que la nada es blanca como una hoja vaciá, incluso en
Futurama cuando Fry acaba con la realidad espacio temporal, la nada es completamente
blanca, a diferencia del vacío que es negro, curiosidades de diferentes
delirios. (Curioso comparar mis delirios con los de Matt Groening) y son noches
enteras (Como esta) en la que ni las canciones más inspiradoras, ni las
estrategias más inverosímiles que el autor puede esgrimir sirven para batallar
contra ese Némesis invisible y taciturno. Dueño en sí mismo de su integridad,
el escritor se sacude la mucha o poca cabellera en señal de desespero y le pide
a alguna musa de Redtube solucione los problemas que ese estucado muro,
reluciente de blancura como diría algún comercial de un producto de limpieza,
sea vencido por las hordas impuras, sucias, ataviadas en sus sacos negros de
tinta o te letra Arial a tamaño 12.
El enfrentarse a
esta cruel y agotadora labor, la de enfrentar el un dragón en un calabozo
oscuro y con poco oxígeno, generalmente ambientado con un Mustang y una copa
mal hecha de Sello Rojo, no son más que en muchos casos y para alguna cantidad
aleatoria de escritores, un motivador aún más fuertes para enfrentarse a la
necesidad imperiosa de escribir aunque no se sepa de qué o simplemente con que
palabra empezar. El hecho es que como aquel viejo defensor solo se necesita un
pequeño impulso, a futuro, quizás, tal vez, aquellos que con esfuerzo han
empuñado lápiz o han tecleado hasta el cansancio se revelen por su propia
tenacidad contra aquellos que han sido bendecidos de manera aleatoria con la unción
santa de la inspiración infinita, tal vez los dominemos y sean ellos quienes
vengan sedientos de un puesto a nuestras oficinas y seamos por fin el John Jonah Jameson de nuestro Daily Bugle.
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