viernes, 28 de febrero de 2014

LA HOJA EN BLANCO Y UN VACÍO PARA TODO, Y PARA TODOS.


"Todos somos marionetas, solo que yo puedo ver los hilos" Dr. Manhattan – Watchmen

Silencio, es un silencio sepulcral. Es el callejón donde los Wayne murieron o es la reacción de los brasileños al repetir aquel gol de Alcides Ghiggia. A todos nos ha pasado, sea no sea bajo el efecto del licor de pimienta traído de tierras mendocinas. Seamos poetas, narradores, cronistas o tan solo pequeños intentando hacer un resumen de X cantidad de palabras sobre Martin Fierro. Y como el crio es escolar, que no sabe nada de la pampa más allá de que sabor tiene el chimichurri, así nos encontramos todos, perdidos, entregados inequívocamente a la prueba y al error, este último como aquel Brasil del 50, nos perseguirá por siempre.
Lo irónico, es que al silencio lo precede la confusión. Si, un chibcha perdido en Brooklyn, o un gringo perdido en San Victorino. El silencio precede el caos y cuando caes en cuenta de esta cruel combinación, no existe Biblia o Tora que te salve, caerás, caerás inevitablemente por las escaleras que al igual que las escaleras que bajan del cerro de Monserrate, son solo el principio de un viaje aún más caótico que el de la caída. Empieza el viaje de poder escribir de nuevo.
Existe un viejo cuento de barriada argentina, en que un defensa grande, tosco y fortacho, que jamás había osado salir del cuarto de cancha donde era dueño y señor, o peor el abandonar la marca de aquel punterito habilidoso y escurridizo al que el “profe” le había encargado marcar. Un día, sin razón alguna, sin más motivación que la de los gritos de los tres pobres diablos que lo apoyaban desde una tribuna de madera, se hizo con  el balón y cabalgo los 90 o 100 metros de aquella cancha de potrero. Antes de llegar a la bomba contraria y después de una, dos y tres amagues a los estupefactos jugadores contrarios, hizo el pase a un aún más confundido compañero suyo, y este, mirando como aquel torpe y grande defensa se abalanzaba sobre el área contraria, en uno de esos momentos que solo aquellos quienes se han encintado alguna vez los guayos y han pateado una numero 5 entienden, comprendió lo que su colega quería hacer y cerró los ojos intentando por un momento no atender a los gritos del técnico que les preguntaba que estupideces hacían. Se perfilo, miro al defensa que ya llegaba al punto penal y centro. La pelota hizo una parábola en el aire, parecía predestinada a recibir el cabezazo del defensor que solo llegaba a las 5 con 50, con todos los 21 jugadores restantes aguantando el aire, casi esperando a gritar el gol con él, compañeros y rivales. Cuando la pelta cayo y la red se destemplo, el silencio fue tan grande como los gritos. La tribuna se volvió loca y en el banco hasta al técnico se le pudo ver una lágrima de la emoción. Aquel viejo defensor, miro al cielo y luego a paso lento volvió a su puesto, ya había hecho algo de historia.
Los escritores, y en especial aquellos de nosotros a los que la vida no nos apremió con grandes talentos artísticos más allá de la necesidad imperiosa de escribir cuando así el alma no lo ínsita, tenemos por temor él siempre la necesidad de una supuesta catarsis para llegar a lo más alto de nuestro nivel respecto a lo que la producción literaria manda, aun mas cuando los recursos económicos dependen de dicha producción. Esta necesidad de desarrollar una constante disciplina para poder crear casi a diario, o al menos a un ritmo superior a lo que naturalmente se realizaría es una de las labores más arduas a la que cualquiera que necesita y debe escribir se enfrenta.
Y si, existen quienes por esfuerzo, tenacidad y fiereza logran escribir a diario y casi que de forma totalmente natural cada vez que deciden escribir algo, las letras fluyen libremente, como sin el lugar común de los ríos de tinta, les inundara el espíritu cada vez que ellos quisieran. Pero y como todo en la vida, existen aquellos a los que el temor de enfrentarse por deber o por simple antojo (sin demanda espiritual, por llamarlo de alguna manera) les domina y se enfrenta a lo que se ha llamado en algunos entornos como “El síndrome de la página en blanco”
Muchas veces cuando algunos escritores, y bueno, no solo escritores; todos aquellos a los que intervienen de una u otra manera en el arte de escribir, sea o no artísticamente, se enfrentan al reto de comenzar un texto sin importar la función que acometa a este, y simplemente se detienen frente a la computadora o frente al papel y la mente al igual que este, toma ese color pálido, el color blanco de la nada. Y no soy yo el único que cree que la nada es blanca como una hoja vaciá, incluso en Futurama cuando Fry acaba con la realidad espacio temporal, la nada es completamente blanca, a diferencia del vacío que es negro, curiosidades de diferentes delirios. (Curioso comparar mis delirios con los de Matt Groening) y son noches enteras (Como esta) en la que ni las canciones más inspiradoras, ni las estrategias más inverosímiles que el autor puede esgrimir sirven para batallar contra ese Némesis invisible y taciturno. Dueño en sí mismo de su integridad, el escritor se sacude la mucha o poca cabellera en señal de desespero y le pide a alguna musa de Redtube solucione los problemas que ese estucado muro, reluciente de blancura como diría algún comercial de un producto de limpieza, sea vencido por las hordas impuras, sucias, ataviadas en sus sacos negros de tinta o te letra Arial a tamaño 12.
El enfrentarse a esta cruel y agotadora labor, la de enfrentar el un dragón en un calabozo oscuro y con poco oxígeno, generalmente ambientado con un Mustang y una copa mal hecha de Sello Rojo, no son más que en muchos casos y para alguna cantidad aleatoria de escritores, un motivador aún más fuertes para enfrentarse a la necesidad imperiosa de escribir aunque no se sepa de qué o simplemente con que palabra empezar. El hecho es que como aquel viejo defensor solo se necesita un pequeño impulso, a futuro, quizás, tal vez, aquellos que con esfuerzo han empuñado lápiz o han tecleado hasta el cansancio se revelen por su propia tenacidad contra aquellos que han sido bendecidos de manera aleatoria con la unción santa de la inspiración infinita, tal vez los dominemos y sean ellos quienes vengan sedientos de un puesto a nuestras oficinas y seamos por fin el John Jonah Jameson de nuestro Daily Bugle.

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