Le había tomado más de dos horas recorrer el centro
de la ciudad, cuadra por cuadra, calle por calle había intentado memorizar
todos los recovecos que el gris permitía y al final, solo había logrado quedar
con un par de ampollas y una jaqueca que le hacía invocar al demonio cada vez
que respiraba. ¿Por qué estaba allí? Algo dentro de él le repetía que la
buscara, que no le dejara ir una vez más, aunque esa maldita ciudad de calles
pequeñas y multitudes atravesando las esquinas se encargara de destruirle.
Se sentó por un momento en un pequeño banco que se
encontraba en aquel parque donde la había visto por última vez, logro llegar
por los edificios que ella le había mostrado alguna vez. La gente caminaba a su
alrededor, los vendedores ofrecían cosas y la ciudad respiraba para sí misma un
aroma de caos pero a la vez de orden. ¿Y ahora qué? Sabía que debía seguir
buscando, seguir intentando encontrarla. No sabría donde hallarla, pero si no
paraba, de algún edificio la vería salir y seria el momento adecuado.
¿Por dónde empezar? ¿La encontraría? No podía parar
de maldecir en voz alta, parar de angustiarse por la oportunidad que quizás ya
hubiera perdido. Pero no bastaba con estar allí sentado, bajo esa iglesia
blanca que se escondía entre las tiendas de artesanías y los bares de
universitarios perdidos. La tarde se acababa y bajo las montañas que cubrían la
ciudad se asomaba la oscuridad y el frio de la noche. Cada vez la angustia
aumentaba pero el simplemente no podía reaccionar, solo estaba allí, mirando
pasar la gente de una en una, mirando las nubes recorrer el zenit y sintiendo
como sus piernas adoloridas y su estómago vacío le suplicaban rendirse.
Empezó a caminar de nuevo, los zapatos de tela negra
ya habían dejado de resistir y las costuras empezaban a reventarse cada ciertos
pasos, dejando ver su piel vieja y rota. Ya no recordaba cuando había sido la
última vez que había tenido alguna prenda nueva o limpia ¿Quizás ella si había
disfrutado de eso? No importaba en realidad, lo único que debía hacer era encontrarla.
Su estómago seguía reclamando, casi suplicando por algo de comida. Encontró un
pequeño restaurante, podrían ayudarle, o solo ignorarlo como hacían los
millones de personas que solo le pasaban por el lado, como si de un fantasma o
un mero rumor se tratara. Una señora, de estatura baja y pelo cubriendo parte
de su cara se acercó, llevaba en la mano una bolsa con algo de arroz y un poco
de carne, carne, se merecía el cielo, o eso pensaba él. Tomo la bolsa y le
agradeció a aquella señora y al cielo, en parte era un buen día aunque aún no
la encontrara.
Volvió cerca de las fuentes que llevaban el agua de
las montañas ciudad abajo, tomo un vaso de plástico que llevaba en su mochila y
tomo un poco de agua mientras saboreaba el arroz mezclado con la salsa que
cubría la carne, para él era suficiente, quizás ella tendría hambre, quizás
como el cualquier bocado era un lujo y tal vez, ella no hubiese tenido un golpe
de buena suerte ni encontrado la bondad de aquella señora. Era su forma de
pedirle disculpas por no haberla encontrado antes, por no haberla salvado y
protegido de esa maldita ciudad.
Guardo el resto de la comida en la mochila, tomo un
último gran sorbo de agua, eso mantendría el hambre a raya por un tiempo más.
Se levantó, sacudió las migajas de arroz que se habían acumulado en el jean
negro con parches que le recordaban sus años de juventud, aliso su camisa azul
y ordeno su largo y blanco pelo. Bajo por la calle menos congestionada que
encontró, unas pequeñas gotas empezaban a caer del cielo roto de esta ciudad y
la gente corría de un lado al otro intentando protegerse como si el agua
derritiera su ropa de lujo y sus peinados glamurosos. A él no le importaba,
seguía caminando y fijándose en cada esquina, en cada basurero intentando
encontrar su pelo blanco y rizo, luchando y rezando por ver un poco de ella
para correr gritando su nombre y esperar que le recordara con la fuerza y la
pasión que él lo hacía.
Camino y camino, sus ropas empapadas se pegaban a su
piel mientras el frio de la noche se colaba entre la ropa por el viento
inclemente. El temblor no importaba, no era la primera vez que el frio se
calaba en sus huesos viejos y le hacían sentir el dolor de su cadera rota, pero
esta noche no había opción de buscar un par de cartones y un lugar donde
esconderse de la maldita lluvia. Le pregunto la hora a un celador refugiado en
una ruana y una chaqueta impermeable, las 3 de la mañana le respondió
prepotentemente, como si estar refugiado del hambre y del frio le hiciera un
ser superior, un dios odioso y molesto con los que a la vida les había dado la
espalda.
Ya eran muchas horas caminando, solo con algunos
periodos de descanso para respirar un poco y para intentar calentarse aunque no
sirviera de nada. Su espíritu seguía intentando, no se iba a perdonar
renunciar. La calma de la noche se iba mientras la gente que empezaba a salir a
sus trabajos despertaban el día con gritos y pitos de sus autos, las luces de
la mañana volvían y con él las fuerzas en sus pies perecían, al final,
exhausto, rendido, con las lágrimas recorriendo sus mejillas rotas le mostraban
que tal vez ya no había nada que hacer. Volvió la mirada a las calles que había
recorrido, a la panadería donde los tamales olían a gloria, y le vio, mirando
con hambre la vitrina, vio como salía un hombre rechoncho con un balde de agua
y se lo lanzaba para espantarle, corrió, corrió con todas sus fuerzas, corrió
como si la vida se le escapara en un último minuto, ni perseguido, ni con salud
había corrido tanto. Tomo al rechoncho del cuello, quizás pesaba más que él,
quizás comía 3 veces al día y el no, pero eso no importaba, se había atrevido a
lastimarle, tomo el destornillador que tenía en el bolsillo del gabán, con esa
punta filosa que le permitía protegerse del resto de olvidados y se lo clavo en
el estómago, lo dejo allí y se fue.
La tomo en sus manos y volvió a correr,
protegiéndola, pidiéndole perdón por haber tardado tanto. Se sumergió de nuevo
en la ciudad gris donde nadie los encontraría. Se sentó debajo de un gran y
frondoso árbol, se sacó el gabán y la camisa azul, por fin la había encontrado,
empezó a secar cada uno de sus rizos blancos, cada una de sus pequeñas patitas,
le puso el gabán para que no sintiera el frio y saco el pedazo de carne de sus
mochila y lo partió con sus manos mientras ella comía con ganas. Al fin estaban
juntos. Sonrió de felicidad y ella le respondió con un pequeño ladrido mientras
lamia sus manos.
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